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René Girard - La violencia y lo sagrado.Editorial Anagrama, 2009. España.
Prosiguiendo con el tema de Edipo se da la peculiaridad de que es la violencia la que valoriza los elementos del violento. Layo no es violento porque sea padre, sino que por ser violento pasa por padre y por rey. Precisamente a esto mismo se refiere Heráclito cuando dice que “la violencia es padre y rey de todo”.
Pero en la crisis sacrifical la violencia no ejerce un único papel, sino que es a un mismo tiempo sujeto, objeto e instrumento. Por eso la violencia acaba convirtiéndose en un Dios y ésta puede gobernar a los actores desde fuera. Así, en la relación entre modelo y discípulo, ninguno está dispuesto a admitir que ambos están abocados a la rivalidad. El discípulo piensa que está condenado y humillado por no disfrutar de la existencia superior de la que disfruta el modelo y el modelo tiene el pensamiento de que el discípulo le pisa el terreno. En este sentido la posición del discípulo es la fundamental porque es la que define la situación. Ambos tienen los mismos deseos y esto genera rivalidad, reglas y prohibiciones que impiden que el deseo flote al azar.
Es característico en la tragedia que todo se muestre en alternancia. Por ejemplo, cuando uno de los hermanos se excita el otro consigue mantener la calma. Es esta tendencia la que hace las determinaciones de los protagonistas. Así pues no se puede definir a un héroe trágico en función de los otros pues todos están destinados a ir rotando los papeles. Es por esto que, tanto en la violencia física como en la verbal, transcurre un intervalo de tiempo entre cada golpe ya que cada una de las partes piensa que ése será el golpe definitivo.
El ciclo violento se realimenta desde el menor éxito convirtiéndose rápidamente en una bola de nieve creciente. De esta manera los que tienen el “kidos” (término de Homero que revela la fascinación por la violencia) ven centuplicada su potencia. Se podría decir que éstos son los efectos espirituales de la violencia triunfante. En cambio, los que carecen de él se encuentran atados. Es por esto que se puede decir que para los griegos la divinidad no es más que esa violencia llevada al absoluto. Ser dios es, por lo tanto, poseer el kidos permanente, cosa de la que carecen los hombres.
Visto lo anterior podremos comprender que cuando uno de los “hermanos” desempeña el papel de “padre rey”, el otro es el “hijo desheredado”. En esta interrelación los antagonistas no suelen percibir las situaciones en las que se hallan inmersos. Viven los momentos tan intensamente que no pueden dominar la relación. Cuando ha desaparecido totalmente la diferencia los antagonistas se convierten en doble que pueden ser intercambiables sacrificalmente. El doble y el monstruo coinciden aunque el mito pone generalmente de relieve sólo el monstruo, pero no hay monstruo que no tienda a desdoblase, no hay doble que no se haga monstruo. En este caso se encuentran las bacantes, dónde podemos observar el doble monstruoso por todas partes. A veces se confunde a dioses y hombres con bestias ya a veces las bestias son hombres o dioses. Las máscaras son entonces un elemento que ayuda a la confusión y a intercambiar papeles ya que sirven para sustituir al rostro humano y ponerse en su lugar. La máscara une al Dios y a la bestia, al hombre y lo inerte. En este sentido se hace importante porque tiene la capacidad de sustituir por completo al rito.

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