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Cartas de Pedro Abelardo y Eloísa(Ediciones El Barquero, 2007)
En este libro se recogen un intercambio de cartas entre los filósofos Pedro Abelardo y Eloísa. Aunque son dos personas las que escriben, lo cierto es que en casi todos los sentidos es Pedro Abelardo el que dirige la situación. Esto es porque es el que decide tomar su historia como guía y el que, al mismo tiempo, decide guiar su historia. El papel de Eloísa pasa a un segundo plano, siempre expectante de lo que decida hacer su amado. En ese sentido se puede decir que se presenta el esquema tantas veces repetido de que el mundo de la mujer queda conformado casi exclusivamente por el de su pareja, mientras que el hombre tiene más perspectivas que quedarse únicamente en el mundo de su amada. Pese a que Abelardo declara que no podía pensar claramente cuando daba sus clases ya que en su mente estaba sólo Eloísa, lo cierto es que esto sucede únicamente durante una época ya que posteriormente no tiene problema en dejar de enviarle cartas bajo el pretexto de que, una vez conocida la sabiduría de la mujer, todo está dicho y ésta podrá dirigirse sin problemas en lo que le queda de vida.
Abelardo comienza la serie de cartas relatando la historia de su vida, de la que, como he mencionado, Eloísa es una parte importante pero no la única. Lo básico en la vida de Abelardo es saberse con interés y facilidad para el estudio, al tiempo que siempre se siente constantemente perseguido por lo que describe como una infinidad de envidiosos que no soportan su talento. También es verdad que Abelardo no es el “colmo de la humildad”, ya que no tiene problemas en describirse como vencedor en muchas de las disputas dialécticas de las que ha tomado parte, aparte de considerarse a sí mismo como un importante conquistador femenino. Resulta relevante que, como él mismo describe, no ha tenido apenas trato con mujeres, bien sea por haber existido coincidencia física o por no tener interés. Pero cuando una le interesó de verdad no dudó que pudiese conquistarla pese a tener que traspasar la barrera de su tío y a que ésta no era una mujer cualquiera. Según describe Abelardo Heloísa unía a su belleza física el cultivo de la mente, cosa que en aquellos tiempos pocas mujeres tenían la suerte de disponer.
En la formación cultural de Abelardo parece ser decisivo su padre, tanto en el pronto inicio en el mundo de las letras como en el apoyo que le supuso su empuje en este te apartado hasta que pudo valerse por sí mismo. Una persona realmente interesada por la literatura que, con posterioridad, siguió un camino religioso similar al de su hijo, en cuanto a decidir ordenarse.
Cuando, a causa de sus estudios, le llega a Abelardo el momento de ir a París, comienza a probar lo que será la constante a lo largo de su vida, las zancadillas que recibe de los envidiosos a causa de la brillantez de su talento intelectual. Bien es cierto que, aunque esto sea un motivo importante para encontrar tanta hostilidad en sus distintos entornos, no es el único. Pedro Abelardo no destaca por su “diplomacia” y dice lo que le parece que a su criterio tiene que decir cuando le apetece decirlo. Naturalmente el mundo de las ideas puras con el que estructura Abelardo la realidad, que también le provoca una visión “puritana” en varios apartados de su personalidad, choca rápidamente con los pensamientos, pareceres o costumbres de las personas de la sociedad medieval en la que vivió. El resultado acaba pues siendo el mismo, que Abelardo termina expulsado de una u otra manera de prácticamente todos los lugares en los que participa. Esto le lleva a un exilio continuado en el que tiene que desplazarse continuamente en busca de un lugar en el que pueda conseguir desarrollarse con la “tranquilidad” que nunca le es concedida por sus siempre iracundos vecinos.
En su época parisina tuvo como mentor a Guillermo de Champeaux. Éste ya fue el primero que se le mostró hostil ya que Abelardo refutaba alguna de las tesis que su profesor enunciaba y, a causa de esto, Guillermo intentó marginarlo. Como consecuencia Abelardo decidió trasladar su escuela a Corbeil, una ciudad próxima a París. Después de una época de enfermedad causada por este traslado Abelardo vuelve a encontrarse con su profesor cuando éste alcanzó la silla episcopal de Châlons. Es entonces cuando la seguridad de Abelardo en sí mismo se proyecta en lo que él llama una serie de “argumentos irrefutables” con los que derrota públicamente la teoría de los universales de Guillermo. Esto, que hizo caer a Guillermo en el descrédito, sirvió para catapultar la carrera de Abelardo hacia la cátedra que, a causa de esta disputa, fue ofrecida por el sucesor de Guillermo en la escuela episcopal de París. Pero como Guillermo consiguió destituir a quién le había ofrecido la cátedra a Abelardo éste tuvo que volver a desplazarse a Melun para reconstruir su escuela.
El tono seguro y a la vez despectivo de Abelardo (mediante el cual también se autoadjudica a sí mismo como referente universalmente válido) puede verse cuando se describe a sí mismo después de sentirse vencedor sobre Guillermo. En ese momento decía: “Muy pronto yo reinaba sin oposición en el dominio de la dialéctica” (p.46). Vuelve a dar muestras del desarrollo de este rasgo del carácter cuando poco después se refiere así respecto de Anselmo de Châlons: “Era admirable, ciertamente, ante un auditorio mudo, pero se mostraba nulo cuando se le interrogaba. Tenía una gran facilidad de palabra, pero poca profundidad y ninguna lógica.” (P.47); así que “Día tras día me fui convenciendo de su esterilidad; no iba a permanecer largo tiempo ocioso a su sombra.” (p.48). Es claro que en Abelardo el desafío y la confrontación intelectual es clave, y no sólo porque tenga interés por el conocimiento, también porque está ávido de probar sus teorías frente a los demás y probarse a sí mismo venciéndolos. Él deseaba un reconocimiento a sus méritos, junto con la autoridad y prestigio que, por ejemplo, le podía ofrecer la cátedra. Cuando finalmente ocupa la que desde hace tiempo tiene reservada se manifiesta al poco diciendo: “Mis lecciones fueron bien acogidas: pronto se reconoció que mi talento teológico igualaba a mi genio de filósofo.” (p.49), Todo esto desembocó en que: “Yo me creía entonces el único filósofo de la tierra; ningún atacante me parecía temer.” (p.50).
También hay que decir que posteriormente hubo un momento en el que vio en el destino guiado por la gracia divina el reconocimiento y rectificación de su vanidad intelectual (así como de su posterior lujuria): “Pero el orgullo y la lujuria me habían invadido. A pesar mío, la gracia divina supo curarme de ambos. De la lujuria, quitándome los medios para entregarme a ella. Del orgullo que la ciencia había hecho nacer en mí (según la frase de apóstol: la ciencia envanece el corazón) humillándome con la destrucción pública del libro del cual me sentía más orgulloso.” (P.50)

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